La Bicicleta del Mendigo
El camino se extendía bajo el sol de la ciudad, un lienzo polvoriento donde don Ricardo, el mendigo, pedaleaba con una gracia inusual para su ligera carga. Su bicicleta chirriaba bajo el peso: un gallo de plumaje iridiscente atado al manillar, tres perros callejeros ubicados en cestas ayadas a las ruedas y trotando disciplinadamente a su lado como una escolta canina, y un par de cubetas que repiqueteaban en el armazón frontal. No era un viaje de lujo, pero era su vida, su tribu.
Cruzaron pueblos, donde las miradas curiosas se mezclaban con las sonrisas. Don Ricardo, con su barba entrecana y ojos amables, siempre tenía una palabra o un asentimiento para los transeuntes que lo veían. Los perros galgos, testigos de mil paseos, nunca ladraban; solo seguían a su líder con una lealtad silenciosa. El gallo, bautizado “Clarín”, anunciaba el amanecer dondequiera que pernoctaran, su canto era un recordatorio constante de que, incluso en la más humilde existencia, siempre había un nuevo día. Las cubetas no contenían tesoros, solo las pocas pertenencias que habían logrado reunir, junto con el agua que compartían con sed.
Una tarde, mientras la lluvia tropical comenzaba a caer, don Ricardo se detuvo bajo un árbol frondoso. Uno de los perros, el más viejo, cojeaba visiblemente. Con un suspiro, el mendigo sacó una manta raída de una cubeta y cubrió al animal. Clarín se acurrucó cerca, y los otros perros lamieron suavemente la pata herida. No había medicinas, solo la calidez de su compañía. A la mañana siguiente, el perro cojo se levantó, mejorado, y se lanzó a perseguir una mariposa. Don Ricardo sonrió, la cara surcada por la vida, pero iluminada por el simple milagro de su familia inusual. Era una prueba de que, a veces, el amor y la conexión son la única riqueza verdadera.
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